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La Revista Cultural La Palestra Noticias es un espacio de encuentro para compartir el amor por el Arte, por el Deporte, por la Literatura, por la Salud, por los conocimientos de Astrología, por el Medio ambiente y su cuidado, por la cultura de cada Sociedad y su gente; por los viajes, la oportunidad de descubrirnos diferentes y semejantes.   

JUNIO 2015

Machu Pichu: volviendo a la Ciudad Sagrada

Por Florencia Beláustegui

Viajar a Cuzco, es viajar en el tiempo. Desde que bajamos del avión, nos sumergimos en una atmósfera pesada de historia de la conquista, de guerras y de resistencia de un pueblo que durante años pareció que había sido vencido. Pero que no fue así. Con el descubrimiento de Machu Pichu, la cultura incaica, como el ave fénix, resurgió de entre las ruinas. Esta ciudad representa el apogeo de una civilización que talló en piedra su manera de entender la vida, su sabiduría.

Volviendo a Cuzco

 

Tengo un recuerdo plantado en mi memoria: año 2006, estoy sola en un bar de Cuzco ubicado sobre una terraza que balconea a una plaza; es mi última tarde en esta ciudad, y elijo pasarla sola, sentada en aquel lugar mirando a la gente deambular. Tengo la necesidad de incorporar todo lo visto, lo conocido y vivido en este viaje.

 

Sobre este recuerdo, que funciona como un telón de fondo, fluye una catarata de imágenes, olores, sabores y sentimientos. Todos quieren salir a escena; todos buscan volver a ser. Cierro los ojos y regreso a las calles de Cuzco. Angostas callecitas que suben y se tuercen, que bajan y se quedan sin salida. Cada vez que las recorrí sin rumbo, me encontré llegando a la Plaza de Armas. Ésta es el centro de la parte antigua de la ciudad. Ya sea en este lugar como en sus alrededores, se siente la presencia del pueblo Inca, tapada por las enormes iglesias de los españoles-conquistadores. Y en el arte de los murales, y en los ritos religiosos, la fuerza de los mestizos: síntesis de dos culturas. Por las noches, la plaza de Armas es el punto de encuentro de los turistas, el lugar en donde se concentran los mejores restaurantes, y en donde se puede disfrutar de una cerveza o un pisco con amigos. 

Observar es la clave de este viaje. Observar los detalles en las construcciones, en el paisaje, en la vida cotidiana del pueblo que coexiste, con normalidad, con las ruinas que se alzan sobre las montañas. Observar entre los turistas que todo lo invaden; mezclados entre ellos (casi pidiendo permiso) se puede ver al verdadero cuzqueño: al descendiente directo del inca.

 

Las mujeres saltan a la vista, atiborradas como están con ponchos y niños que sostienen sobre sus espaldas de la misma forma que sus madres las sostuvieron a ellas; y las madres de sus madres, a éstas. Estas mujeres y hombres siguen viviendo su vida, ajenos a la velocidad con la que avanza el mundo; ajenos a la tecnología, a internet, a celulares... ajenos a la cultura de lo inmediato. Por ejemplo, una tarde en Pisac (lugar que además de ser conocida por las ruinas, es visitada por la enorme feria que se despliega en su plaza), me dediqué a observar durante tres horas seguidas a una anciana que estaba sentada desgranando choclos. En todo ese tiempo el cielo se nubló, cayeron algunas gotas y volvió a salir el sol. Mientras tanto, e indiferente al ajetreo que ese cambio climático provocaba a su alrededor, ella no se inmutó. Siguió con el movimiento instintivo de sus manos, con la costumbre del hábito heredado.

 

Otra tarde, en las calles de Cuzco, conocí a un hombre con la cara arrugada por la vida y el sol,  pero con el cuerpo fuerte. La primera vez que lo vi fue a la mitad de una escalinata, cuando yo me sentaba a descansar. El calor era intenso, y la subida era brusca. El hombre venía caminando muy por detrás de mí, sin embargo, al rato me alcanzó y me pasó. Llevaba sobre sus hombros  y por encima de su cabeza, una enorme bolsa con lana. Subía la cuesta que a mí me había noqueado a la mitad, despacio con la parsimonia de una vida de trabajo. Nunca frenó a tomar aire ni a descansar. 

 

Cuzco y sus alrededores son lugares mágicos, y su magia se desprende de estas estampas tradicionales que andan entre los turistas, como al margen de la invasión de extranjeros, practicando tareas aprendidas y transmitidas durante siglos. Quien vaya a Cuzco y recorra estos lugares tiene que darse el tiempo para encontrarlos.

Caminando entre las nubes

 

Quien pueda hacerlo, no debe dudar en llegar a la ciudad de Machu Pichu a través del Camino del Inca. Si bien implica una caminata de cuatro días, cada uno de los pasos que se dan, valen la pena. Hacer el camino nos permite descontaminarnos de la ciudad y volver a contactarnos con la naturaleza. Ir asimilando aún más la cosmovisión de ese pueblo que aprendió a vivir en la montaña; a respetar y a aprovechar sus límites. 

 

El recuerdo dominante de este camino es el segundo día: el más temido por todos, inclusive por los  guías y los porteadores. Se marcha todo el día. Arrancamos en el llano del bosque, y enseguida comenzamos el ascenso por senderos y escalinatas de piedra. Poco a poco, paso a paso seguimos subiendo; el objetivo es alcanzar los cuatro mil doscientos quince metros de altura. Mientras tanto, la humedad lo envuelve todo, el cansancio roba las palabras, el humor y las sonrisas… Y cuando crees que llegaste al límite de tus esfuerzos, los ves pasar: son los porteadores. Si bien salieron después que todos los caminantes, porque son los encargados de levantar y de cargar el campamento, allá van: a paso rápido. Los porteadores no conocen de zapatillas especiales para trekking, de mochilas ergonómicas, de remeras térmicas o de pantalones de secado rápido; de tubos de oxígeno, ni de alcohol en gel, ni de las pastillas de cloro para echar en el agua de la cantimplora a fin de evitar una descompostura. No conocen ninguna de esas cosas que todos los portales de internet recomiendan como indispensables. Los porteadores solo conocen el peso de las garrafas de gas para cocinar, de las carpas para tener un techo donde dormir, de la comida, del agua, de las mesas y sillas, de los cubiertos, los vasos y la infinitud de cosas y cositas que arman y desarman en cada una de las bases de campamento en donde frenamos a almorzar, a comer, a dormir y a desayunar.

 

Cuando los ves pasar, respiras hondo tratando de tomar el escaso oxígeno que tiene el aire andino, y obligas a tus pies a dar otro paso…uno más… Ese segundo día uno quiere renunciar. Se arrepiente de la osadía de haberse lanzado a hacer ese camino sin haberse preparado más. No hay chances de pedir que nos carguen y que nos lleven; volver sobre nuestros pasos tampoco es una posibilidad, porque hay todo un grupo de personas que nos está esperando. Podemos patalear, llorar, sentarnos y rehusarnos a seguir caminando, pero la verdad es que, tarde o temprano, tenemos que secarnos las lágrimas, pararnos y seguir subiendo. Estamos a la mitad de camino, hay que seguir. Y se sigue, porque se puede.

Cuando estaba alcanzando la cima escuché el sonido de una quena que venía de un poco más arriba. Tapado por las nubes vi a un hombre sentado tocando el instrumento. Por un momento pensé que era un inca, la magia era completa.

 

¡Finalmente llegué a los 4.215 metros! Una vez arriba te reciben con aplausos quienes llegaron antes y están tomando un respiro. La verdad es que esos aplausos alivianan el cansancio, te devuelven el buen humor y la sonrisa. Acá se encuentran montoncitos de piedras hechos por todos los que pasaron por allí. Estas pircas se ofrecen para agradecer a los Apus (deidades de la montaña) por el camino transitado hasta el momento. Es bueno tomarse un tiempo en este lugar, observar (y aplaudir) a la gente que llega y que se va; sentir el ritmo del corazón y de la respiración que se van tranquilizando; y seguir escuchando un poco más al hombre que sigue tocando la quena. Y cuando se está listo para volver a caminar, se emprende el descenso. Del otro lado de la cara de la montaña, ya con la panza llena por almuerzo preparado por los porteadores, la subida no parece tan grave.

 

Así pasan los días, pasan las noches, y pasan las ruinas que se encuentran en el camino. La última mañana, al alba, nos despedimos de los porteadores, que toman un atajo para interceptar el tren que los llevará hasta su pueblo, a la espera de otro grupo de caminantes para asistir. Nosotros, visitantes y guías, seguimos por el sendero que nos llevará hasta Machu Pichu.

La ciudad en la montaña

 

La ciudad de Machu Pichu fue la última en descubrirse. Estuvo escondida del mundo durante, aproximadamente, cuatrocientos años. La versión oficial señala al estadounidense Hiram Bingham como el primero en descubrirla. Sin embargo hay diferentes versiones con respecto a esto. Pero esta discusión desvía la atención: lo importante no es quién la descubrió primero, sino el hecho de que siga allí, en pie. Lo importante es el hecho de que es testimonio de una cultura que se intentó borrar.

 

La última mañana del camino, mientras avanzamos por senderos entre las nubes, existe un silencio respetuoso entre los que estamos allí. Durante los cuatro días se fue formando cierta fraternidad entre los caminantes, y todos somos conscientes de que estamos entrando a la Ciudad Sagrada. Una llama comiendo sobre una terraza nos mira pasar. ¿Entenderá de los siglos que nos separan de la civilización que construyó esa terraza en donde hoy está parada?

Llegar entre nubes tiene su magia, uno se siente un fantasma, un intruso a la espera de que en cualquier momento un guardián nos cierre el paso y nos indague por el motivo de ese viaje. Nadie aparece, sin embargo se siente su presencia.   

Por fin la ciudad se muestra entre las montañas y las nubes. Esta sensación de «descubrirla» es indescriptible. 

 

La ciudadela es una obra de arte. Deslumbra por su construcción, por su ingeniería, por su diseño. Porque es la síntesis del conocimiento de una gran cultura cuyo potencial se vio truncado por el destino. Las terrazas y el sistema de riego son una obra de ingeniería que deslumbra a cualquiera, y en particular a los ingenieros (aún hoy los acueductos siguen funcionando a la perfección). El templo de la Pachamama, es una intrincada construcción que podría describir como el interior del caparazón de un caracol. La piedra de Intihuatana («donde se amarra el sol») está en una terraza por encima de toda la ciudad. En el centro de esta terraza, está la piedra. El guía explica sobre una serie de «coincidencias» en la alineación del monolito con ciudades sagradas ubicadas a kilómetros de distancia de allí; con estrellas y constelaciones en el cielo, y las montañas que nos rodean. El lugar es realmente sobrecogedor; el sol ilumina de lleno la terraza, y el centro de la piedra. Acá la energía solar es palpable, y muchos sienten la tentación de estirar la mano y tocar la piedra que parece alimentarse de esa fuerza. Aunque unos pocos lo hacen… recuerden que ¡no se puede!

La visita a Machu Pichu no  termina allí: quien se anime (la subida es bastante empinada y los escalones bastante angostos) puede visitar Huayna Pichu (montaña joven). Para los que no realizaron el Camino del Inca, esta montaña es una buena oportunidad de disfrutar de la vista de la «Ciudad escondida» desde arriba.

 

Hacer el Camino del Inca tiene una ventaja más: la ciudad se recorre antes de que se abran las puertas al turismo que llega desde Aguas Calientes. Cerca del mediodía, cuando cada uno de los templos, de las habitaciones, de las plazas y las terrazas están saturadas de gente, uno, que viene de un retiro de cuatro días en la selva, se siente especial, como un viejo conocido en la casa de un amigo que hizo una fiesta llena de extraños.

 

Es momento de ir terminando el viaje, de buscar el ómnibus que nos bajará, entre curva y contracurva, al centro de Aguas Calientes y a la estación de tren, el cual nos llevará de regreso a Cuzco.

Un poco más: Saysawaman y Ollantaytambo

 

Por Florencia Beláustegui

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