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3 de abril de 2017
Sierras embrujadas, refugio de montaña
Por Florencia Beláustegui
En el pueblo de Las Rabonas, Traslasierras, Córdoba, arriba en las sierras se encuentra el refugio “Sierras embrujadas”. Para llegar hay que caminar dos horas desde donde se deja el auto. Con mamá, mi compañera de viaje, salimos desde lo de Justino, un rancho de campo rodeado de algarrobos, gallinas y perros. La señora que nos atendió nos indicó por dónde teníamos que ir para tomar el sendero que nos llevaría hasta el mástil con la bandera argentina, punto de referencia y de encuentro con Luis, el dueño del refugio.
Por supuesto que le pifiamos al camino, desconfiamos de las indicaciones, dudamos de nosotras y nos perdimos… subimos de manera recta, atravesando espinillos, sorteando piedras que, tapadas por la vegetación, eran trampas mortales para nuestros tobillos. “Cuidado con las serpientes”, me avisó mamá, pero el momento de verdadero pánico fue cuando una araña enorme, negra y amarilla me cortó el paso. Por suerte ya habíamos divisado la bandera, ¡estábamos cerca! Aunque todavía no sabíamos por dónde seguir avanzando. El peor peligro, mucho peor que las serpientes y las arañas, era llegar a lo de “la chilena”, una ermitaña que recibe, escopeta en mano, a quien se acerque a su casa.
Un hilo de señal en el celular nos permitió llamar a Luis para que viniera a socorrernos. A los cinco minutos lo vimos aparecer al lado del mástil, llamándonos con una sonrisa y agitando las manos mostrándonos por dónde teníamos que seguir. Llegamos en tiempo récord: una hora de caminata desde el auto.
Tras las pertinentes fotos victoriosas al lado del mástil, seguimos a Luis por un sendero (para nosotras una gran avenida) que bordeaba y bajaba suavemente por la quebrada.
El paisaje se iba cerrando, humedeciendo —todo lo que pueden humedecerse las sierras de Córdoba, claro está— y en muy poco tiempo llegamos a los dos postes que identifican la entrada a “Sierras embrujadas”. Desde allí se veía, bajo la sombra de varios árboles autóctonos, una construcción en piedras, era la cocina y comedor. Sobre la pared del fondo, se encuentra la enorme parrilla que también sirve como chimenea; en el centro, una barra de madera, a su alrededor mesas y sillas terminan de amueblar el ambiente. Por todos lados, en las paredes y el techo, colgaban ramos de hierbas y yuyos secándose. Luis nos esperaba con pan y dulces de diferentes frutas para recuperar fuerzas.
Hasta que no me senté no me di cuenta de que estaba cansada. Estando allí, bajo el techo de ramas que protegía la galería del comedor, mientras mamá hablaba con Luis sobre nuestra pequeña aventura, recorrí con la mirada el lugar a donde me había llevado. Justo al lado del “comedor” se extiende un pequeño claro con pasto verde, muy verde; a un costado y un escalón más abajo, se alza una segunda construcción circular de piedras (que después descubrí que era el baño). Atravesando el claro, un puente cruza una pequeña acequia y comienza el sendero que lleva hacia el refugio: “nuestro cuarto”. La primera impresión que tuve fue la de estar en un pequeño jardín silvestre, era una imagen que encandilaba. Todo en ese lugar parece inspirado en el más puro espíritu serrano.
Después de una mateada y de acomodarnos en el cuarto, bajamos por el sendero que bordea la huerta hasta el arroyo. El agua brota unos metros más arriba de una vertiente natural. Corre entre las rocas formando cascadas y pozones, el más grande que vi tenía un pequeño cardumen de truchas de todos los tamaños.
Esa noche esperábamos luna llena. Comimos cerca del fuego un guiso de arroz, verduras de la huerta y carne charqui (nunca había probado esa carne… fue interesante). Y lo acompañamos con el vino que habíamos cargado en nuestras mochilas.
Por la orientación que tiene el refugio y la geografía del lugar, la salida de la luna es un fenómeno interesante. El refugio está en lo más profundo de la quebrada, las sierras que se alzan a nuestro alrededor bajan hacia el valle. Para verla salir, nos sentamos en el camino que va hacia el cuarto. Primero vimos cómo la cima de las sierras que estaban a nuestras espaldas se iluminaban: “Parecen nevadas” decían Luis y mamá… Para mí era como si estuvieran pintadas con el color que solo la luna sabe dar. El fenómeno curioso es que, como las sierras van bajando hacia el valle, la luna “sale” primero por la parte más baja. Nos corrimos unos metros sobre el sendero en dirección hacia el comedor, la oscuridad se hizo profunda otra vez, y al rato volvimos a verla “salir”; hice eso un par de veces más, hasta que estuvo bien sobre nuestras cabezas, iluminando todo, y el juego terminó. Por un instante me sentí el Principito en su mundo, que tan solo con girar su silla, volvía a disfrutar de otro atardecer.
Al otro día volvimos al arroyo, a echarnos sobre una roca a mirar al cielo, escuchar el viento atravesar las cortaderas; disfrutando de estar inmersas en la mitad de las sierras. Hay tanta paz en aquél lugar que quisimos extender nuestra estadía hasta la última hora de la tarde. Entonces Luis volvió a cocinar para nosotras: esta vez berenjenas rellenas acompañadas con ensaladas varias. Todos sus platos los condimenta con hierbas aromáticas del lugar. Es decir que aquél lugar se disfruta literalmente con todos los sentidos.
—Luis, ¿por qué el nombre “Sierras Embrujadas”?— le pregunté a la primera oportunidad que tuve. El nombre me gustaba, pero a la misma vez me traía el recuerdo de a las brujas malvadas de los cuentos infantiles, y en algún lugar de mi subconsciente, me incomodaba.
—No hay una razón sino muchas. Por un lado está la magia del lugar… Por el otro, mientras buscábamos el nombre para este proyecto, cuando todavía aparecían nombres como “la agüita”, mi sobrina Sol, que estaba jugando por acá, nos decía: “Me voy a jugar al árbol encantado”, haciendo referencia al árbol de mimbre que creció torcido. Entonces apareció el nombre: “Sierras embrujadas”. Me gustó que fuera femenino.
Además hay otra historia que no sé si tiene que ver o no… —se sinceró— en esta zona vivía un grupo de familias de puesteros. De pronto, todas las mujeres comenzaron a enfermarse y morir. Entonces los hombres quedaron a cargo del puesto y los niños, y como no pudieron con todo decidieron abandonar las sierras y bajar al pueblo.
Llegué a “Sierras embrujadas” gracias a mamá que planificó el viaje. Fui sin expectativas, a dejarme sorprender… y volví asombrada y fascinada con el lugar. Nunca había conocido en Córdoba un lugar así: tan virgen y auténtico. Fueron dos días de conexión con la naturaleza; de alejarse del ruido y escuchar los sonidos; de limpiar y renovar energía, de sanar, descansar y disfrutar. Fueron dos días en los que Luis nos abrió las puertas de su refugio, nos agasajó con sinceridad y compartió con nosotras el encantamiento que provocan las sierras.
El lugar está repleto de magia, simplemente porque la naturaleza es mágica.