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La Revista Cultural La Palestra Noticias es un espacio de encuentro para compartir el amor por el Arte, por el Deporte, por la Literatura, por la Salud, por los conocimientos de Astrología, por el Medio ambiente y su cuidado, por la cultura de cada Sociedad y su gente; por los viajes, la oportunidad de descubrirnos diferentes y semejantes.   

25 de marzo de 2019

Mientras cae la tarde

Por Carolina Alemán 

 

      No recuerdo cómo comenzó esta trunca historia. Quizás con esos dedos tímidos que, sorpresivamente, rozaron mi mano y despertaron una corriente de imágenes y deseos aletargados; o pudo haber sido esa noche cuando dudamos en ir juntos al cine y quedó flotando un encuentro fugaz y algo prohibido.

      Tampoco importa que recuerde la fecha exacta en que todo mi mundo quedó en suspenso. De alguna manera, la pasión irrumpió sin permiso en nuestras rutinas y con un golpe imprevisto nos dejó knock out.

       Solo me quedan una docena de fotos de atardeceres sobre el río, de arboledas de ñandubay, de un par de palmeras algo anémicas cerca de los paradores y de aquella construcción con sus líneas impecables que me cautivó y que me provocó recorrerla, estudiar sus rincones, imaginar la obra terminada con un hermoso jardín lindando con el río Gualeguaychú. Allí estaba tomando fotos al caer la tarde cuando una voz potente me sobresaltó:

     —¡Cuidado con los escombros, linda! Estás a unos centímetros de cortarte —me advirtió aquel hombre atractivo de unos cincuenta años señalándome unas varillas de hierro que sobresalían del entrepiso.

     —Perdón, no me di cuenta. Yo, eh… solo quería sacar unas fotos. Perdón. Ya me iba —me disculpé tartamudeando del susto.

     —No quise asustarte. Te vi tan concentrada que no quise interrumpirte.

     Sonrió y me tendió la mano para ayudarme a saltar la pila de cascotes.     

     —Gracias…, perdón. Sí, me gusta mucho esta playa. La vista es increíble. Digo, esta casa va a tener una vista única —acoté nerviosa un tanto por el roce con su mano y otro tanto por darme cuenta de que estaba sola con ese hombre en medio de una obra en construcción en la playa desierta. Ya estaba oscureciendo y mi bici había quedado a unos cuantos metros de allí.

     —No te estoy echando, linda. Y agradezco tus palabras porque esta casa será mi hogar en un par de meses. La diseñé pensando en poder disfrutar del atardecer desde la galería, que estará justamente donde estamos parados.

       Mientras hablaba, su sonrisa se hacía cada vez más grande y sus ojos, esos misteriosos ojos claros, me observaban desvergonzadamente.

     —Ah… ¿es su casa? Bueno, será su casa. ¡Qué belleza! Lo felicito.

     —¡Epa! ¡No soy Matusalén! Podés tutearme. Me llamo Ricardo, pero me dicen Richard —se presentó y volvió a extender el brazo a modo de presentación. Apretó mi mano y yo, con mi torpeza habitual, la sacudí rápido y la solté al instante.

     —Bueno, Ricardo...

     —Richard, por favor.

     —Sí, claro, perdón, Richard, tengo que irme. Me están esperando mis hijos para comer.

      Le di la espalda y salí disparada, con tal mala suerte que me tropecé con las varillas de hierro que ya me había prevenido. Si Richard no me hubiese sostenido, me hubiese estampado la cara contra el hormigón. Así fue nuestra presentación… y quizás tuvo algo de presagio ya que con este tropezón mi vida desbarrancó abruptamente.

      —Ahora que te salvé la vida, podrías decirme tu nombre, ¿no?

      —Sí, ja, ja… gracias. Soy Francesca. Me dicen Fran. Soy algo torpe, también. Bueno, en serio, te agradezco, pero tengo que irme.  

      —¿Queres que te acerque? No veo tu auto.

      —No, no. No es necesario. Vine en bici. Está por allá —señalé hacia el parador.

      —¿En bicicleta? ¿Con esta oscuridad? No señora. Yo puedo subir tu bicicleta a mi camioneta y llevarte adonde me digas. No te voy a dejar ir sola por la costanera. A esta hora se pone peligrosa. Lo sé porque me han desaparecido herramientas de la obra y a un peón le robaron la vespa hace unos días. Por favor, dejame que te alcance, Fran. ¿No confiás en mí? —retrocedió. —¿Cómo te voy a hacer daño si ya conocés mi hogar? —y volvió a sonreír de un modo muy seductor.

      —Eh…, no sé…, de verdad, yo me arreglo. Vivo cerca. No pasa nada.

      —Fran, por favor, no seas caprichosa. Estás en mi casa. Casi te tropezás dos veces en menos de diez minutos. En un rato se hará de noche y no confío en tu habilidad para manejar una bicicleta. Así que lo menos que puedo hacer es llevarte sana y salva a tu casa.

       Mi parte formal se resistía a subir al coche de un desconocido, pero un impulso rebelde y desenfadado se salía de la vaina por cometer esa imprudencia.

      —Bueno. Ok. Está bien —contesté rascándome la cabeza automáticamente.

      Ya no podía rechazar su ayuda. Además, parecía una propuesta inocente. Le indiqué donde había dejado la bici y nos dirigimos a su camioneta gris. La cargó en la caja como si fuera un triciclo de juguete y silbando dio arranque.

      Manejó tranquilo, con el brazo fuera de la ventanilla disfrutando de la brisa. Casi no hablamos en el trayecto. Yo sólo rogaba no encontrar a los chicos en la puerta, porque no sabría cómo justificar la situación. Miguel, mi marido, otra vez había viajado a Paraná. En esta oportunidad asistía  a un congreso de cardiología promovido por Laboratorios Biocardio. Se había estudiado de manera meticulosa el curriculum de los cardiólogos que asistirían. Incluso, había investigado en las redes sociales los hobbies y los nombres de los integrantes de los familiares. Era su método para generar empatía y vender los nuevos fármacos del pequeño laboratorio para el cual trabajaba.

       Ya media cuadra antes de llegar a casa había constatado que las luces permanecían apagadas; mis hijos aún no habían llegado, lo cual me tranquilizó… un poco. Segundo, mi hijo mayor, seguramente estuviera cenando en casa de Rocío, su noviecita adorada; y Juan Cruz, el menor, volvería del gimnasio en unos minutos. Aproveché este margen de tiempo para saludar a Richard y agradecerle, por enésima vez, su gesto.

      —Fue un placer, Fran. Llegaste sin un rasguño y eso me quita un peso de encima —se acomodó el cabello arremolinado por el viento. —Espero verte alguna otra vez por mi playa. Si querés hacer unas tomas fantásticas, te invito a navegar por el río algún fin de semana. Te prometo que no tiene desperdicio.

      —Je, je… —volví a reír nerviosa,—bueno, claro. Sí. Seguro. Gracias de nuevo. Nos vemos.

      —Por supuesto. Somos vecinos, Fran. Y mi oferta es sincera. Te dejo mi número para que me llames cuando quieras.

     Me entregó su tarjeta personal: «Arquitecto Ricardo Agustín Martínez», del lado inverso, en el centro el logo de su estudio de arquitectura.

        Otra vez sus largos (ya no tan tímidos) dedos rozaron los míos. Un escalofrío explotó en mi espalda. Yo tenía casi cuarenta años y parecía una adolescente en llamas. ¡Y me sonrojaba con sus comentarios! ¡Qué tortura! Esto no podía estar pasándome. Pero evidentemente, sí. Estaban pasando muchas cosas en mi vida. De pronto me encontraba conviviendo con tres hombres que casi no conocía: Miguel, con sus silencios y sus viajes de negocio; mis hijos que ya estaban muy grandes y cada uno hacía su vida, y solo aparecían de a ratos para bañarse, cambiarse de ropa y volver a salir. Muy pocas noches comía con alguno de ellos. Así que mis días pasaban lentos, tediosos. Como las largas siestas de verano en Gualeguaychú. Por la mañana, trabajaba en el diseño de una revista digital sobre salud y medicina alternativa. Al mediodía iba, de vez en cuando, a pilates; sólo cuando Vicky me convencía y pasaba a buscarme en su Gol destartalado. Pilates me aburría profundamente. Me sentía una inválida a quien recuestan en un camastro y le atan correas para que sus músculos no se atrofien. «Es bueno para tu salud» repetía Vicky.

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        Las tardes eran interminables. El pueblo literalmente moría por dos horas. Los negocios cerraban y hasta los pájaros se callaban para que los vecinos pudieran desenchufarse de la realidad en una siesta provinciana obligada y parsimoniosa.

      Había visto todas las temporadas de las series más populares de Netflix (y las no tan populares), y había gastado medio sueldo en bajar libros de Amazon en mi e-book. De manera que había optado por adueñarme de la bicicleta de Juan Cruz como medio de transporte, y con ella comencé a salir de cacería fotográfica en búsqueda de imágenes motivadoras; quizás con el afán de experimentar otras vidas captadas con mi gran angular.

      En una de esas cacerías, fui acechada por Richard: su andar gatuno, su melena plateada y desordenada, sus impactantes ojos azules delineados con una maraña de pestañas oscuras y unas tupidas cejas que le daban un aspecto algo salvaje. Frente a su metro noventa, yo parecía un hobbit insignificante. Sin embargo, él me buscaba, me cuidaba y me hacía sentir tan deseada como hacía años no lo experimentaba.

     Sabía, dentro de mí, que esta doble vida tenía fecha de vencimiento. Pero yo era tan feliz… o al menos eso imaginaba.

Unos días después del encuentro imprevisto en su casa de la playa, volvimos a encontrarnos. Como él había anticipado, era ya que nuestras casas quedaban a pocas cuadras. Él iba a controlar el avance de obra a diario y luego se tomaba una cerveza en cualquier barcito cercano. En uno de estos barcitos nos vimos por segunda vez. Aunque en esta oportunidad no estábamos solos. Richard disfrutaba de una cerveza negra con un pelirrojo de una edad indeterminada a quien todo su aspecto y su forma de beber lo hacían ver como a un vikingo (bueno, quizás estaría viendo demasiadas series épicas por aquella época). Parecían muy animados.

     Del otro lado del bar, cerca del baño, Vicky no paraba de parlotear sobre su caos familiar, mechado con las quejas sobre la jefa del departamento de Lengua. Yo asentía sin escucharla mientras pispeaba por encima de su hombro a Richard y a su amigo nórdico.  

     En medio del bullicio de esa tarde de verano repleta de turistas, se cruzaron nuestras miradas. Richard no disimuló su sorpresa, vi que le comentaba algo a su compañero sin quitarme la mirada y envalentonado caminó en dirección a nuestra mesa. Tragué saliva e intenté disimular el temblor de mis manos tomando distraídamente el menú.

      —Buenas tardes, vecina —me saludó con una espontaneidad cómplice, —estamos tomando unas cervezas con mi amigo y nos gustaría invitarlas a disfrutar la puesta del sol desde nuestra mesa. No deberían rechazar nuestra oferta, están muy escondidas en este rincón.

       —Vicky, él es Ricar…, perdón, Richard. Está construyendo su casa a pocas cuadras de acá.

     —Perdón, no me presenté: soy Richard, arquitecto y vecino de tu amiga, y él es Andrés McWilliams, mi amigo y el mejor abogado de Gualeguaychú —dijo mientras le tendía la mano a Vicky quien, un tanto perdida pero divertida, le devolvió el apretón de manos y con su vozarrón de profesora fumadora se presentó y aceptó, sin consultarme, la invitación. Vicky siempre se mandó sola. Sé que le gustó el colorado; era su arquetipo de héroe de Marvel… y el nuevo clavo que podría sacar de su vida al clavo de su ex marido.

     Debo confesar que compartimos un par de horas muy entretenidas con estos interlocutores que intercambiaban anécdotas de viajes, chistes, gustos musicales y culinarios. Al caer la noche, habíamos disfrutado de un par de horas robadas al atardecer, una docena de pintas heladas y unos cuantos pinchos.

    Andrés se ofreció a llevar a Vicky ya que su auto estaba, otra vez, en el taller mecánico. Richard me acompañó a casa. Fuimos caminando, tomando desvíos, mirando chucherías en las vidrieras, riéndonos de cualquier pavada. Me preguntó si quería ver una película en el único cine del pueblo. Me tentó su oferta, aunque no alcanzó a ser aprobado por mi censor interno.

     —Otro día puede ser, Richard —le comenté. —Hoy estoy muy cansada (léase un tanto achispada).

     —Como digas, Fran. Sabes que yo acepto todo lo que me pidas… todo —me tomó la cabeza con ambas manos y me besó cerca de la comisura de los labios. —¿Puedo llamarte uno de estos días?           

     Como cuando adolescente, le escribí mi teléfono en su muñeca y lo despedí sonriendo abrazada a la puerta de calle. A los tropezones entré al hall de casa, me deshice de las sandalias de un modo poco femenino y me dirigí a la cocina en busca de un uvasal. Sobre la barra, la letra inconfundible de Miguel me recriminaba que había regresado de su congreso y que, como no me había encontrado en casa (y no era la primera vez, ponía entre paréntesis), se había ido a comer con sus amigos de pesca. Pasé de largo su reclamo solapado y me dirigí al dormitorio. Tenía un par de horas de tranquilidad, así que decidí tomarme un baño de inmersión con espuma, velas y Ed Sheeran de fondo. Unos sonidos agudos interrumpieron las notas musicales y tres puntos suspensivos me sobresaltaron. Era el número de Richard y el código secreto que usaríamos en adelante para comunicarnos. De esta forma nos pondríamos en contacto: si no había respuesta era porque estábamos complicados; de lo contrario, iniciaríamos un diálogo íntimo y muy animado que, en algunos casos, rozaba lo pornográfico. Me sumergí en nuestras fantasías hasta que los dedos del pie se me congelaron.   

       Fueron pasando varias semanas de puntos suspensivos, madrugadas en vela y diálogos borrados hasta que concretamos un tercer encuentro a solas en su lancha. Reconozco que yo no me animaba, inventaba excusas infantiles, daba mil vueltas y me negaba. Cruzar el plano de la fantasía era muy arriesgado. Ya no me preocupaba engañar a Miguel, pero me resistía a dar el paso por miedo a desilusionarme. Mis días habían cobrado vida: tenía proyectos, me sentía increíble, sensual y admirada. La idea de perder nuestras charlas, nuestras confesiones más íntimas me angustiaba. Lo deseaba y al mismo tiempo lo evitaba. Pero soñaba con sus ojos, con sus brazos y con los besos que había prometido darme.

     Compartir las horas de la siesta en su lancha terminó convirtiéndose en el programa fijo de los domingos y, con suerte, de algún que otro día de la semana.

    Un domingo de febrero en el que Miguel tenía un asado con sus compañeros de trabajo y los chicos ensayaban para el carnaval, quedamos en encontrarnos en el muelle al mediodía. Él llevaba una heladerita con provisiones para el almuerzo y yo, un brownie para la tarde, además de un remolino de sensaciones en la panza.

      —Me volvés loco, Fran…—dijo ni bien me acerqué a la embarcación. —Te veía cruzar la marina y observaba como la brisa jugaba perversamente con tu vestido. Intentabas cubrirte las piernas al tiempo que el viento te despeinaba. No te avergüences, estás hermosa —me tendió la mano para subir y, en un descuido, me abrazó contra su cuerpo y nos besamos. Llevábamos varios días esperando este momento, y esa mañana en el río lo supimos: habíamos cometido una torpeza. Por supuesto que Vicky y Andrés sabían de nuestra relación, pero no eran los únicos, aparentemente. Algún chat no borrado, algún gesto mal disimulado nos había puesto en evidencia.

      Permanecíamos abrazados dentro del camarote arrullados en un rítmico vaivén. Disfrutábamos del sonido agudo y juguetón de algún tordo renegrido y del golpeteo suave del oleaje contra el casco. Nos besábamos despreocupados, sin saber que nos vigilaban.

      Con la fresca de la tarde, salimos a cubierta despeinados y algo adormecidos. Bebimos cerveza helada y nos devoramos unas cuantas aceitunas. Estábamos eufóricos y algo borrachos. Richard pensó que era un buen momento para desamarrar y navegar río adentro. Se dirigió bamboleándose hacia el timón cuando, sorpresivamente, un hombre se le abalanzó amenazándolo con un cuchillo. Solo atiné a cubrirme y me quedé paralizada en un rincón de la escalera mientras forcejeaban de manera frenética. Rodaron por el piso envueltos en una maraña de golpes. No podía moverme, un grito ahogado me quemaba la garganta. Cuando vi el cuerpo tirado en el piso, con la camisa ensangrentada, quedé petrificada.       

      Solo recuerdo que me llevaron a una habitación y me hicieron firmar unos papeles. Estaba vestida de negro y extrañamente calmada. Mis hijos me rodeaban y me consolaban. Vicky me hablaba despacio como a una niña pequeña. Yo solamente asentía.

     La versión oficial decía que Miguel Araoz había muerto en nuestra casa, en el horario de la siesta de verano. Fue sorprendido por un ladrón que entró por la puerta trasera mientras ordenaba su caja de pesca. Pelearon; Miguel agarró el cuchillo de descamar para defenderse y se abalanzó sobre el intruso; cayeron al piso y forcejearon; el malhechor le pegó en la cabeza; Miguel soltó el arma y el ladrón la recogió y se la clavó directo en el hígado provocando su muerte. Este hecho lo asustó y salió corriendo de la vivienda sin ser visto por vecino alguno. Afortunadamente, mis hijos estaban ensayando para el desfile del carnaval y yo estaba tomando unos tereres con mi amiga Vicky. De haber estado presentes, hubiese sido mayor la desgracia. Andrés McWilliams, nuestro abogado defensor, aseguraba que encontraría al ladrón que había arrebatado la vida del padre de mis hijos.

       Un par de meses después ya no trabajaba para la revista de salud y medicina alternativa y dejé de sacar fotos. Simplemente perdí el interés en la fotografía. Monté un estudio de diseño en mi casa. Mis hijos ya no viven conmigo: Segundo se mudó con Rocío y esperan ansiosos su primer hijo… mi primer nieto. Juan Cruz se fue a Paraná a estudiar el profesorado de Educación Física.

     Son pocas las veces que paso por su casa. Temo encontrarme con su mirada. Todavía recuerdo la caída del sol desde el ventanal, pero ya no me emocionan los colores del atardecer. Me provocan una fuerte tristeza. Prefiero la energía de las mañanas, o las noches de verano mirando series en mi casa. Creo haber sido feliz durante un tiempo, pero esa felicidad desapareció fugazmente, como el sol cuando se oculta en el río de aguas turbias.

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