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11 de abril de 2019
La pavita
Por Carlos «Charo» Verta
La radio tosió, llenó el ambiente de chisporroteos y fritura. El operador se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano y movió con cuidado la rueda del condensador para sintonizar. Era una madrugada fresca de otoño, el pueblo estaba quieto, mal iluminado, lleno de sombras mortecinas. Un llamado anónimo había perforado la paz de la noche. El mensaje no había sido claro, quien modulaba parecía aturdido o molesto por el encargo y no había permitido que le preguntara nada. Simplemente pasó el parte y cortó la comunicación. Entonces, me abrigué un poco y salí a los tropezones para la radio del Lorito. No hay otra forma de comunicarse que con ese aparatito cuadrado, vetusto, que repite sin parar y hasta ahora solo devuelve palabras indescifrables. Quizás por mi rostro suplicante o por el fastidio de haberlo despertado (quién puede saberlo), el operador le dio dos palmetazos a la carcaza y la voz de Ramiro se escuchó lacerante y clara:
—Manden ayuda, manden a la ambulancia; el Federico está muy estropeado. No respira.
Sentí que el corazón escaló por mi garganta y que se detuvo latiendo fuerte en mi cerebro. El foco que nos iluminaba bajó su intensidad y titiló un par de veces. El operador me miró buscando aprobación, cambió la frecuencia y se comunicó a los bomberos:
—Urgente, accidente grave en el paraje Pilo Lil; hay un muchacho mal; pasando el puente unos tres kilómetros a mano izquierda, junto al río.
«Junto al hermoso río» pensé «tan cristalino que se ven las truchas navegar sobre el lecho de piedras claras. Cuando hay sol, brillan las escamas de arco iris y lucen hermosas, vigorosas, saludables. Cuando se nubla y el agua se espeja refleja a los sauces de la orilla de una forma tan perfecta que resulta difícil distinguir la realidad de la imagen; como este llamado en el medio de la noche…». Alguien me tiró del brazo con determinación, me sacó del cuartito de la radio y del sopor y medio aturdido me subió a la camioneta.
Me cuesta ordenar los acontecimientos de lo que sucedió después. Recuerdo estar manejando por el camino sinuoso que va hacia el campo tratando de estabilizar la camioneta en el ripio, mirar por el espejo retrovisor como se acercaban a mí vehículos con sirenas y luces intermitentes. Primero me pasó la camioneta de los bomberos que tiene estampada en el capot la palabra «RESCATE». A los minutos, una ambulancia del hospital seguida por un patrullero de la policía. Traté de calmarme, pensé que quienes tenían los conocimientos para actuar ya estaban en camino y que yo tenía que llegar vivo y no sumar complicaciones. Pero me temblaban las manos y sentía fría la piel. Fui rezando, pensando que pudimos haber escuchado mal, que quizás respiraba lento o que ya habría salido del cuadro grave. Traté de darle significado a la palabra «estropeado» que había utilizado Ramiro. Estropeado, muy estropeado.
Estaba aclarando ya. Los vehículos que me habían pasado ya habrían llegado al lugar. Bajaba el tramo del camino que desemboca en el valle del Aluminé. Si hubiera habido más luz se hubiera podido ver el caserío alrededor de la Comisión de Fomento y una huella larga y sinuosa de ripio que desciende como una culebra hasta el puente. Cruzando el río, a unos pocos kilómetros, Federico y Ramiro cuidaban mi chacra donde, por puro gusto, tengo algunas plantas y animales.
Ramiro tenía veinte años recién cumplidos. Se crió con su familia entre los cerros cuidando un piño de chivos. Por insistencia de su abuela y porque el destino quiso que un maestro convenciera a su padre sobre la importancia de la escuela, pudo aprender a escribir y a resolver algunas cuentas también. «No es fácil para un criancero mandar a su hijo a la escuela» pienso, «tiene que confiar en ese gringo desconocido que llega al puesto, y asumir el trabajo de la pala que esas manos jóvenes cambiaron por el lápiz». Pero Ramiro puso lo suyo, caminando bajo el sol en verano y en plena helada en los meses fríos completó la primaria y conoció que el mundo no terminaba ahí nomás en el puente, que había otra gente que vivía lejos, del otro lado de un lago enorme al que llamaban mar. De porte mediano, fornido, con el silencio de la estepa en su boca conoció a Federico en el almacén del pueblo tras su primera paga. Llegó haciendo sonar sus botas de potro contra el piso de tablas y afirmando su boina pidió una cerveza fría. El cantinero lo miró evaluando si tendría o no con qué pagar; secó con una rejilla la botella y se la acercó. Al rato llegó Federico, parejo en altura pero el doble de grueso. De pelo crespo y oscuro, de cejas espesas que le llegaban a los párpados se acodó en la barra y sin mediar presentación alguna lo saludó:
—¿Cómo está paisano? ¿Qué le haces por acá?
Ramiro se sorprendió por su soltura y desfachatez: ¿hablarle así, directo, a alguien que no conocía? En poco tiempo, la enorme sonrisa de Federico y esa imagen de oso torpe pero bien intencionado fue rompiendo las barreras de la timidez iniciando lo que sería una profunda amistad. Tenían mucho en común, los dos sabían de caminar la montaña cuidando a la manada del puma, de pasar la noche bajo una manta nomás, mirando las estrellas cuando la casa quedaba muy lejos como para regresar. Conocían las labores del campo, leer las nubes para saber si vendría agua y ambos tenían las manos curtidas de cuerear y trenzar tientos. Se habían criado en hogares donde al padre se lo trataba de usted, y el respeto entraba por las buenas o a los cintazos. Los hijos llegaban uno tras otro, algunos vivían y otros no, y las madres estaban llenas de ocupaciones. El tiempo les alcanzaba solo para poner un plato de comida en la mesa todos los días. Si les llegaba alguna muestra de afecto, seguro venía de alguna abuela que a escondidas les acercaba una caricia y un poco de factura.
Cuando Ramiro le comentó que su patrón buscaba sumar un peón para la chacra, Federico no lo dudó y enseguida se ofreció para la prueba. Recuerdo que cuando lo conocí, yo estaba en un bajo y de pronto quedé en sombra. Federico que llegaba canturreando una cumbia por el camino, quedó con su enorme cuerpo tapando el sol.
—Me dijo el Ramiro que estabas buscando alguien para ayudar acá, bueno, ya vine. ¿Qué hay para hacer?
Y la verdad, no lo dudé. Me agradó su forma bonachona, ingenua y directa de expresarse. Y si se entendían con Ramiro, ¡cuánto mejor! Tendrían que compartir el trabajo duro y la mesa flaca, era importante que se llevaran bien.
Federico era un buey. Por su tamaño, su fuerza, y porque agachaba la cabeza hasta terminar la tarea. Siempre que comprendiera la consigna, el resultado era muy bueno. Pero si no entendía bien, no había cómo frenarlo y llegaba al final sin que le sonara raro cortar al ras cientos de plantas, o carnear a la oveja equivocada. Lo hacía en forma alegre y despreocupada, y cuando uno le regañaba, simplemente se disculpaba y se retiraba a su cuarto con la cabeza gacha.
En los trabajos de finales de invierno, cuando las yemas de las plantas están hinchadas y esperan una señal del cielo para explotar de verde y de flor, en esos días diáfanos con el suelo duro por la helada de la mañana casi oscura, llegaba al campo para compartir la jornada con los dos. Repasábamos la poda para ver si había alguna rama vieja o apestada que sacar; revisábamos el riego para que cubriera con su agua bendita cada planta; abonábamos mezclando guano de oveja y cortezas de pino. Luego, nos reuníamos para almorzar un pedazo de carne que asaba Federico bajo la copa raleada de algún sauce. Comíamos con la mano, cortando de una parrilla improvisada con alambres, usando un pedazo de pan casero como plato; comíamos con mucho placer, aplacando el hambre de una jornada larga de trabajo. Yo llevaba una pequeña petaca con vino tinto para enjuagarnos la boca y siempre me regañaban por lo mismo:
—Patrón, la próxima arrímese una doñajuana.
Al terminar la comida, me acomodaba a sestear un rato y ellos mateaban calentando el agua en una abollada pavita de lata que, de tan vieja, estaba pinchada y cubierta de hollín.
Esa noche, algunas horas antes del llamado de auxilio, Federico y Ramiro tenían muchas cosas que festejar: habían cobrado la mensualidad; el equipo de la banda dorada había aplastado a su eterno rival; el invierno parecía alejarse permitiendo disfrutar del río que rodeaba la chacra, y los días más largos les dejaban algunas horas para escaparse por la tardecita hasta el almacén a tomar una cerveza helada. Esa costumbre tan de campo de acodarse al mostrador y saborear una bebida que refrescara la garganta y también mitigara un poco la soledad. Costumbre al principio inofensiva, pero que fomentada por un cantinero que solo veía la oportunidad de quedarse con todo su jornal, se fue volviendo incontrolable. Así las cosas: a una botella le seguía otra, y tal vez una tercera..., y los amigos volvieron canturreando, abrazados para darse apoyo, para no perder el equilibrio y el resto de decoro que les quedaba.
Envalentonados por otros parroquianos, después de beber en el almacén, se llevaron para la casa un poco más de bebida blanca. Ramiro contaría días después que durante la charla en el almacén habían codeado el tema de la muerte. Liberado por el alcohol, Federico había recordado con los ojos brillosos algunas historias muy crudas de su niñez y le había confesado que muchas veces había deseado que la muerte se lo llevara.
De vuelta en la chacra, bajaron a la orilla del río, encendieron un fogón para iluminarse un poco y poder beber mientras seguían conversando. Vaciada la última botella, Federico se acercó al agua y le dijo a Ramiro que se iba a asear un poco.
—Si no vuelvo en un rato, es que me fui a lo de Tata Dios —expresó sonriendo retomando la conversación del almacén antes de sumergirse .
Ramiro comentó que esa frase le molestó mucho y que se lo hizo notar a Federico.
—No seas huevón, no chusees a la parca.
La cuestión es que cuando volvió con la ropa limpia que su compañero le había encargado, Federico seguía bajo el agua. Al principio creyó que le estaba jugando una broma, lo golpeó con una vara de sauce varias veces y nada. Entre lágrimas, interrumpiendo el relato varias veces, contó que se tiró al agua y que le llevó mucho tiempo sacarlo hasta la orilla porque Federico era mucho más pesado que él, además de que estaba débil y torpe por todo lo que habían tomado; que con Federico recostado sobre una piedra corrió hasta la radio para comunicarse pero que no lo logró. Entonces, subió hasta la ruta y al rato frenó un auto (que casi lo atropella) para que diera aviso desde la Comisión de Fomento. Volvió a la radio a esperar la comunicación.
Que no iba a volver al campo; que no podría vivir ahí; que había sido su culpa; que Federico, de alguna manera, lo había anunciado… Tratábamos de pararlo y de explicarle que había sido una desgracia, un accidente, pero era en vano. Lloraba como un niño y se golpeaba la cara, el pecho y pedía perdón. Nada de lo que dijéramos mitigaba en algo su pena. Exhaustos, pálidos, con los ojos irritados teníamos que avisar a los familiares, completar la exposición en la policía, llenar formularios y ocuparnos del funeral. Pero necesitábamos un momento para descargarnos, llorar y maldecir la pérdida de nuestro compañero.
El funeral duró varios días. Tratamos de colaborar buscando a los familiares en distintos parajes rurales, preguntando en cada rancho para dar con su paradero, explicando una y otra vez la desgracia que había sucedido. También volvimos a la chacra a recoger las pertenencias de Federico que debían ser enterradas con él. Compramos los víveres para esos días, todos viajaban de lejos y había que alojarlos y darles de comer. Hasta buscar el cajón de madera apropiado llevó su tiempo, dimos con uno aceptable en la carpintería de los Hermanos Salesianos. Fueron días grises, teñidos de tristeza. Andábamos con desgano, la cabeza gacha, evitando la mirada de los otros porque apenas podíamos con nuestra propia aflicción.
Pasaron varios meses en los que encontraba en cada rincón del campo la memoria de Federico. Me parecía verlo bajo el sauce asando el almuerzo, agachado entre las plantas desmalezando, haciendo alguna broma a su compañero.
A la chacra llegó a trabajar un matrimonio joven. Ramiro nunca quiso volver, renunció a su empleo y no regresó ni a cobrar su paga. Fidel, el nuevo encargado, era bien mandado y trabajador, de pocas palabras, parco y aplicado, pero no pudimos establecer una amistad. Con el tiempo comenzó a inquietarme con algunos comentarios que solo años después logré comprender. Decía que entre las plantas, cerca de un sauce, se escuchaba silbar una pavita de lata, y que en las noches llenas de estrellas alguien desafinaba cantando eternas canciones de cumbia.
«Charo» Verta se sumó a jugar con nosotros y a contestar al Cuestionario La Palestra.
El juego es sencillo: nosotros le pasamos seis preguntas entre las que tuvo que elegir cinco para contestar. Existe una sola regla: cada pregunta debe estar contestada en una o dos oraciones.
El desafío: el poder de síntesis.
1. ¿Cuál es la perdición de la humanidad?
El desamor.
3. ¿Quién es Dios?
Un Padre bueno con una especial preferencia por los descarrilados.
4. ¿Qué es escribir para vos?
Un placer profundamente sanador
5. ¿Qué es el Arte en tu vida?
Todo lo que puedo percibir con los sentidos y lo poco que puedo crear con mucha transpiración.