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La Revista Cultural La Palestra Noticias es un espacio de encuentro para compartir el amor por el Arte, por el Deporte, por la Literatura, por la Salud, por los conocimientos de Astrología, por el Medio ambiente y su cuidado, por la cultura de cada Sociedad y su gente; por los viajes, la oportunidad de descubrirnos diferentes y semejantes.   

6 de febrero de 2017

Hay que visitar Irlanda

 

Por Angie Galli

Existe una copia bastante fiel del “Reino de los Cielos”, de ese lugar donde, se supone, iremos después de muertos para descansar… “Si hemos sido lo suficientemente buenos”; lo suficientemente luminosos para llegar a fundirnos con la naturaleza y respirar a través de ella; ser parte de ella. Convertirnos un poco en montañas, en campos, en flores silvestres, en árboles, en pájaros, en vacas, en gatos, en perros y en ovejas, en hormigas, en lagos, charcos y mares. 

Algo lejos de nuestra Argentina, pero no lo suficiente como para no intentarlo, está Irlanda. Y atravesarla es fusionarse con todo lo que existe creado por Dios, por esa fuerza suprema que nos invita a formar parte del Todo. Irlanda envuelve con su atmósfera verde siempre húmeda y fresca, con la espuma de su mar, con la majestuosidad de las rocas y los acantilados. En Irlanda uno es espectador silencioso y anonadado, pero si pone un poco de sí se puede convertir en “partícula integradora”, es decir, en una pincelada más de esa pintura, de ese paisaje; una gota de aire, una gota de luz. 

 

Mientras manejábamos (con el volante y la ruta al revés, solo apto para gente despierta) sentí que yo era Irlanda, algo que no me había pasado en ningún otro lugar. Sentía que venía de ahí, que pertenecía ahí, que “finalmente estaba volviendo”. No porque tuviera alguna gota de sangre irlandesa en mis venas, nada más lejos: sino porque la naturaleza grita de emoción y es dueña de las tierras, y yo tuve la suerte de escuchar el llamado, de oír mi nombre, de dejarme invadir, dejarme morir y volver a nacer convertida en pasto.

 

Y la gente invita. Las puertas siempre abiertas de esos bares-cueva llenos de historia, donde nace la pinta, la Murphy, la Guinness. Aunque pueden ser angostos, siempre resultan profundos: sus pasillos y cuartos internos de piso y paredes de madera oscura son perfectos para perderse, y sin querer salir hacia el otro lado de la calle. El “Reino de los Cielos” se llena de espuma espesa, antesala de ese alcohol sabio de trébol de tres hojas. Del trébol que usó San Patricio para explicar el misterio de la Santísima Trinidad, hasta convertirlo en emblema del país. 

Las ciudades son pueblos de casas angostas con puertas de todos los colores, las arterias principales de esos poblados que descansan en la ruta están bañados de locales con fachadas de madera pintada, llenos de espíritu mágico a los que es imposible no asistir, adquirir un gnomo, un hada y salir; y volver a entrar… a un bar. Después de la Guinness se pide el chowder, una sopa de crema, mariscos y hojas de hinojo que cada chef prepara a su gusto, agregándole ese toque especial. Vale pedir chowder en cada lugar, porque siempre será diferente y el paladar se sigue sorprendiendo. Adoré la cocina irlandesa.

Llegar a Dublin, visitar el Temple Bar y acompañar al inmortal de Joyce con una cerveza mientras lee su obra maestra, Los Dublinenses; participar de una misa anglicana en la catedral de San Patricio con la majestuosidad de su coro, sus ventanas elevadas por donde entra la luz de Dios, sus bóvedas y su suelo abaldosado; atravesar los puentes del canal central para almorzar en The Brazen Head (declarado el bar más antiguo del país) y llegar caminando a la fábrica de Guinness. Salir de Dublin, atravesar la ruta hasta encontrar las casas de colores en Kerry, al costado del canal en Galway, manejar hasta Moran´s y pedir ostras y comerlas frente al lago, habitáculo de los cuervos negros brillantes, y si se puede dormir allí. 

 

Seguir manejando hasta los famosos acantilados (o Cliff) de Moher, antes detenerse en Murrooughtoohy para una foto frente a la inmensidad del Atlántico Norte. Y llegar a Moher… No alcanzan los pulmones para llenarse de su viento, que habla. Grita. Uno es un punto al borde del abismo, la muerte y la vida en una línea trazada por el mar rompiendo en la roca, a kilómetros de altura. Las vacas más afortunadas del mundo (al menos en verano) saludan con sus lenguas largas y sus pestañas rubias. 

 

Cruzar con el auto en ferry hasta llegar a Dingle, dormir en un bed and breakfast frente a la bahía y tener la suerte de descubrir a su famoso delfín, orgullo de todo dinglinense. Almorzar fish and chips en un puesto de la calle antes de seguir manejando. Pasar una tarde en el Parque Nacional de Killarney con su casa al estilo de Downtown Abbey y llegar al Parknasilla, lugar único y mágico para despedirse de Irlanda: es un antiguo castillo convertido en hotel spa y enclavado en medio de la naturaleza. 

Yo atravesé Irlanda de la mano de Juan P., mi compañero de vida y de ruta, que gracias a su trabajo conoce gente que vive ahí desde hace muchas generaciones. Uno de ellos nos organizó el viaje a través de una planilla Excel, otro nos recibió junto con su mujer en su casa de Kinsale. Con ellos recorrimos la bahía en lancha y nos llevaron a una típica recorrida por bares degustando cervezas locales en su pequeña pero cálida ciudad. 

 

Así es Irlanda. Atravesarla es como vivir un poco en ella, es como volverse irlandés. Hay algo cálido que no existe en Inglaterra. Hay algo sutil que resuena con uno, al menos si viene de Argentina. Hay algo que atrae y que invita a volver.

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