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FEBRERO 2016
Derretimiento, la historia de un descuido
Una obra breve que, en pocas páginas, sorprende mucho.
Por Violeta Micheloni
Un narrador protagonista que es niño, joven, adulto y viejo cuenta sus percepciones a través de una vida cruda y brutal. Una niñez postrada, llena de maltratos, en una familia que no sabe manejar la enfermedad o la debilidad, da lugar a un joven asesino para quien matar es liberar una tensión, un dolor, una contractura mental. Incapaz de vivir en el mundo, de convivir con los hombres simples, el joven relativamente funcional –inferimos– da paso a un viejo aislado y hostil, que se dedica a esperar la muerte mientras ve morir a sus víctimas.
El psicoanálisis nos ha dado, pero también ha hecho estragos. Daniel Mella escribió esta obra tan sólo con veintiún años; pocos, pero suficientes para ya haber pensado algunas cosas. Derretimiento se siente como una purga. Una purga de ideas, de cargas diversas. Cuando uno se pasó horas en consultorios, en divanes, escuchando “porque tu mamá esto… o porque tu papá aquello…”, un día se cansa; el disco deja de tener sentido y los mambos siguen ahí. Creo que a Mella el cuento psicoanalítico lo cansó y decidió llevar las cosas al extremo. La infancia merece ser cuidada porque está indefensa, no puede cuidarse a sí misma. Esta verdad nos sostiene como especie y romper con ella deja marcas… siempre. En las primeras páginas el narrador es el niño más indefenso de todos y los adultos a su alrededor no saben, no pueden o no quieren cuidarlo. El descuido da lugar al maltrato y a algo que nace y ya no muere: un distanciamiento, una ruptura. Derretimiento es la historia extrema de esa brecha, de esa ruptura que produce el descuido.
Hay, sin embargo, un artificio que cubre los hechos con un velo de rareza y nos hace dudar de lo que leemos. Es el excepcional (en el sentido lato) manejo del tiempo. Una voz que narra una vida entera, pero que no cambia ni se transforma con el paso de los años, todo es siempre sencillamente doloroso e insoportable para quien percibe. La enfermedad, que fue punto de partida de la percepción de este narrador, generaba un enclaustramiento para el enfermo en el que el único paisaje posible era el mental. El tiempo pasa –inferimos otra vez– y ese estado de postramiento inicial es superado. Sin embargo, algo perdura de esa percepción enclaustrada. La voz es la misma. Como si la puerta de los ojos y el movimiento nunca se hubiera terminado de abrir. Imágenes que aparentan cotidianeidad esconden ideas fuertes, como la de las raíces de viejos árboles cortados que flotan en el agua de un lago o la descripción de una caminata a través de médanos que no se acaban, hacen pensar en un extravío interno, en un paisaje mental inhóspito, en el que el mar puede ser sólo un sonido, nunca una visión.
La vida termina y la narración también con un par de ojos que se cierran. Dudamos, entonces. El desquite del deshumanizado, ¿fue real o fue soñado? Los crueles asesinatos, de madres, de padres, de hijos e hijas… los niños indefensos que se suceden… Quizás no haya salida o curación posible para el dolor vivido, y sólo nos quede soñar (o escribir) nuestras venganzas privadas.